Sin Ceros

¿Cómo pudimos perder, si éramos tan sinceros? Charlie Brown, 1963. Diario virtual ciertamente no diario y virtualmente incierto de Issa López, guionista y directora de Efectos Secundarios, Casi Divas y otras curiosidades, quien usa este espacio para no hacer el trabajo que debería de estar haciendo.

lunes, abril 30, 2007

Entre los espacios


Estos, tan bien alineaditos y formaditos somos mis productores, mi gerente de locaciones y la redactora de este espacio, considerando cómo y dónde filmar esta cosa que ya mero arranco, y ya mero tiene nombre, pero todavía no. Esta vida de las películas está hecha del estamos a punto, del falta este sólo detalle, del la próxima semana sabemos, cosa que puede resultar de lo más frustrante y terminar con la paciencia, el pelo y la vida marital de cualquiera, de modo que lo mas saludable sería asumirlo como el estado natural de las cosas. Es como cuando a los 18 me di cuenta que tenía que cambiar mi manera de comer, porque había dejado de crecer para arriba, y ahora iba hacia los lados, así que tenía que decirme a todas horas: esto que sientes no es hambre... es tu estado natural de ahora en adelante. Nunca me lo creí, y no creo creerme esto ahora, pero valdría la pena intentarlo: No estoy esperando para hacer una película. Estoy haciendo películas cuando espero. Hacer cine es esperar, como bien señalaba Truffaut, y quién soy yo para diferir.

En fin. Mientras arranca o no arranca, voy a hablar del trabajo con actores, que siempre es la parte más gozosa del proceso, al menos en mi caso.

Antier me llegó una de esas reflexiones de regadera. Esas epifanías cabronas donde entiendes cómo tu personaje se da cuenta de todo lo que pasa, o cómo toma una decisión que cambia el rumbo de la trama, o cuando menos te acuerdas de que no ha llegado el recibo de la luz y que te la van a cortar si no pagas. Una iluminación instantánea que estalla por la mezcla del jabón, cerrar los ojos, y agarrarte tus cosas, supongo, y que te deja claro algo que estaba harto poco claro. Aparte de quitarte la mugre de detrás de las orejas.

En este caso fue que tenía ensayo en la tarde, y que desde que me levanté estaba dando brinquitos. Brinquitos como los que pegué cuando la primera secuencia entre estos dos personajes quedó cerrada, y los vi... más allá de la página, ahora eran de piel y pelo, y hablaban, en mi sala. Y todo lo que tenía que pasar en esa secuencia, -amor perdido, venganzas domésticas, ironías rastreras, y el arranque del resto de la historia- estaba ahí. Y empiezas a ver la película que imaginaste. El placer que es ver eso suceder, juntarte con dos personas y entre los tres, en chiquito, crear esa otra realidad, esos otros seres, que no existen, entre el sofá y la mesa del comedor... es como volver a tener 7 años y decir: Y que esta silla, era el coche, y tú llegabas... y yo era policía y tú piloto de carreras, y que nos peleábamos, ¿sale? Y el acción se vuelve el "sale". Y desde los 7 años no hacías algo que gozaras tanto, y no fuera o ilegal o en una cama (o ilegal Y en una cama).

Pero más allá del gozo del juego, de crear hombres y mujeres quiméricos, lo interesante del proceso de dirección está, muchas veces, en lo que no está escrito en la página. De nuevo, me encuentro preguntando a los actores constantemente: "¿Y qué haces cuando ella se va? ¿Cuando se acaba la escena, qué pasa? ¿Y entonces? ¿Y luego?" El trazar la secuencia de eventos entre una escena y otra, improvisar esas acciones, hacer las llamadas telefónicas que hacen, seguir las cadenas de pensamientos hasta llegar a la siguiente vez que los vemos en pantalla, cambia absolutamente lo que pasa en cuadro. Cuando hice Efectos, ya cerca del rodaje seguí el recorrido completo con Marina, en un solo ensayo. Desde que se levanta el día de su cumpleaños 30, encuentra al novio con otra, se reencuentra con Ignacio, la atropellan, se lanza a seguir al de la camioneta, tiene un encuentro amoroso, un desencuentro, se da cuenta que su fantasía romántica de 12 años es una chaqueta mental, su mejor amigo recae en los vicios, se inunda su casa, su gato se muere, tiene que aventarse al agua sin saber nadar... y además todo lo que sucede entre estos eventos: La incertidumbre de si Ignacio llama o no, la soledad cuando él se va, hacer las paces con un Adán intoxicado, el camino a la escuela para rescatarlo...
Y en un punto, Marina me volteó a ver, y me dijo que su personaje no podría seguir en pie. Que eran demasiados eventos, demasiadas emociones demasiado rápido; que nadie lo resistiría. Juntas descubrimos, sin embargo, que precisamente esa adrenalina es la que la mantendría en pie, y que, si lo hacíamos bien, sería la que mantendría al espectador en tensión, esperando una resolución. Y me atrevo a decir que teníamos razón.

Ahora estoy en el mismo proceso, con los actores de esta otra cosa. Y es nuevamente maravilloso escucharlos responder lo que hacen sus personajes cuando yo no los escribo. Escuchar a alguien más, alguien que para este punto conoce a mi creación mejor que yo misma, decirme lo que harían. Y luego verlo suceder.

Eso vale, ciertamente, todas las esperas del mundo.

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jueves, abril 12, 2007

4 patas son más que 2


La primera vez que la vi fue a través del cristal de una vitrina nariceada hasta lo borroso por ejércitos de niños que pegaban la cara al vidrio para ver a los labradorcitos importados. Era la única color chocolate de la camada, y me di cuenta inmediatamente de que no se iba a vender, porque tenía una mordida en la cabeza que le iba a dejar cicatriz.

Pensé que era macho. Hay una cosa no sé qué de que de entrada, todos los perros son perros, todos los gatos gatos, todos los conejos conejos. Se requiere de una presentación más formal para otorgarles otro género.

También pensé que era hora de dejar de entrar a las tiendas de mascotas porque siempre salía con el corazón hecho jerga, entre los perritos ladrando, desesperados en las jaulas de 50 x 30, las tortugas muertas en las peceras, y las guacamayas condenadas a recordar el color de la selva sólo en la playera de algún despistado fuera de temporada, entre el desfile incansable de un centro comercial en Villa Coapa.

Pero volví, como siempre. Dos meses después, los demás labradores se habían vendido, y ella seguía ahí, en la misma vitrina, con la misma mordida, más grande, más barata, más cansada.

Dos meses después me quebré. Seguía con su cicatriz, apenas cabía en la pecera, y la estaban rematando. Y era claro que si no se vendía la iban a rematar pero de verdad. Furiosa, le dije al empleado que me diera ese perro, y es cuando me dijo que era perra. Olía a rayos, y estaba como loca, brincaba por todos lados, lengüeteaba lo que se dejara, y se ahorcaba con la correa. Viviendo en un departamentito del tamaño de una tacita de express, donde además estaban prohibidas las mascotas, pensé que era uno de esos errores que lamentaría durante muchos años.

Pocas veces he estado tan equivocada en la vida.

A la semana de habérmela llevado, la cicatriz se le borró; era por baja de defensas, debida a la depresión.

Es prógnata, chaparra -creo que es un perro bonzai, por crecer hasta los siete meses en una cajita- patiflaca y colitorcida. El pedigree que me dieron cuando la compré seguramente es un chiste local en Carolina del Norte, donde está el criadero. Hemos decidido que más que un labrador chocolate, es un labrador chocorrol. Pero también es una dama absoluta, que cruza las patitas cuando se echa, se lava la cara como gato y no come cochinadas en la calle. Y lo más interesante de todo: es más inteligente que el 80% de la gente que conozco. Cuando hicimos un recuento de su vocabulario -esto es, las palabras que entiende- nos rendimos por ahí de la 300. Abre puertas, distingue el lado derecho del izquierdo -cosa que yo no- y de vez en cuando es hasta psíquica. Y dice mi marido que una vez le habló. Ella a él, porque nosotros hemos caído en la costumbre de hablarle todo el tiempo.

Mi hermana le puso Kanika, que, como dijera Les Luthiers, en dialecto swahili quiere decir vestida de oscuro, y en cristiano es un juego de palabras bastante idiota. Sospecho que le caga, y que hubiera preferido llamarse Nina o Aretha o Amelia, pero lo soporta con gracia.

Mi marido, cuando Kanika y yo llegamos a vivir con él, le explicó que no era su papá, sino más bien su Kanikastro, pero la perra decidió de inmediato que lo amaba, y se dedica a manifestarme con gélidas miradas la sabiduría de Paulina Rubio en las lineas inmortales de Ese Hombre es Mío. Sospecho que planea mi muerte, haciéndome caer por las escaleras con su pelota de peluche, y tras un breve luto para el que ya está vestida, suplantarme en todas mis funciones, porque como ya he explicado aquí, es ella la que escribe mis guiones, y ahora quiere mis regalías.

Después de concienzudas meditaciones he llegado a la conclusión de que la única explicación razonable para la existencia de tan sesudo cuadrúpedo, es que es un alma vieja. Viene reencarnando desde los egipcios, donde se le conoció como Kanubis. Pasó por Roma, como Kanígula. Por las estepas mongolas como Gengis Khanika. Por Rusia como Ana Kanerina. Fue parte del clan Kannedy. Y ahora nos llega en su forma más pura y peluda, preparada para dominar al mundo. Espera su momento mientras practica su telepatía, enviándome constante su mantra sobre la supremacía Kanina: 4 patas son más que 2... 4 patas son más que 2...

Tiene 9 años, y vivo en el temor de cuando parta a su siguiente encarnación. No hay un protocolo para llorar a un perro. No hay un luto, ni un rito de pasaje que no sea, inevitablemente, ridículo. Y sin embargo, pocos dolores debe de haber como perder al único compañero que nunca pregunta por qué, siempre se alegra de verte, y se queda contigo desde el momento en que lo sacas de la tienda, hasta la visita al veterinario en la que tendrás que ponerlo a dormir para no despertarlo jamás.

Pero, en tanto, Kanika es ciertamente los 2000 pesos mejor gastados de mi vida.

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